El Apóstol, entre sus escritos, nos obsequia con excelsas proclamas como
esta: "Ya no hay distinción entre
esclavos y libres, hombres y mujeres, judíos y gentiles". Lo acabamos
de escuchar en la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas. Hay quien afirma
que se trata de la mejor descripción que una pluma humana ha escrito sobre la
utopía social.
Hoy en día ya no hablamos de judíos y gentiles sino de diversidad cultural y étnica; tampoco de esclavos y libres sino de justicia o de equilibrio social; respecto a los hombres y mujeres nos referimos a paridad y igualdad. Los nombres cambian, los progresos de la conciencia humana son evidentes desde San Pablo, pero estas proclamas continúan siendo un anhelo, un objetivo, una lucha, una tarea. Pero para el apóstol no se trata de ninguna tarea, de ninguna utopía, sino de una realidad. Porque no lo anuncia en futuro diciendo "no habrá distinción" entre judío y gentil, sino que lo describe en presente y lo enfatiza: "Ya no hay distinción". Y el porqué de esta ausencia de distinciones es "porque todos sois uno en Cristo Jesús".
Es un hecho que el cristianismo primitivo rompía barreras étnicas y culturales, uniendo a judíos y a no judíos; reuniendo en una misma asamblea a esclavos y libres, a hombres y mujeres. Esta era la atractiva novedad de aquel colectivo tan plural, diverso y heterogéneo de la Iglesia primitiva, que se sentían "uno en Cristo Jesús".
Y con todas sus deficiencias continua siendo así hoy en día, y un ejemplo claro de ello no tenemos en esta asamblea, que a pesar de las diferencias, reales y palpables, no constituyen ninguna barrera gracias a la fe en Cristo Jesús, que convierte en realidad los anhelos futuros de toda sociedad, que a pesar de sus inmensos esfuerzos para cambiar y mejorar las estructuras y las instituciones, no tiene la capacidad de transformar el corazón humano. Esto es lo que intuye San Pedro cuando responde a Jesús: "Tu eres el Mesías de Dios". Debatiendo con sus discípulos sobre el impacto social de su figura, Pedro le responde a Jesús con inspiración y lucidez: que entre tantos mesianismos solo el suyo proviene verdaderamente de Dios.
Porque la gran diferencia entre el mesianismo de Jesús y los mesianismos salvadores de la sociedad ―que han atravesado y atraviesan la historia humana para mejorarla― es que Jesucristo no pretende transformar estructuras sino primero los corazones. Su objetivo es más lento, pero más eficaz, y el triunfo de su mesianismo no es inminente como advierte con claridad: "El Hijo del Hombre tiene que padecer, ser desechado, ser ejecutado". No obstante se trata de un mesianismo seguro cuando dice: "Y resucitar al tercer día".
La instrucciones a sus seguidores también son claras: negar-se a uno mismo, cargar con la cruz cada día, y optar decididamente por El, no como el que nos ordena la vida y la complementa, sino como Aquel que nos la fundamenta y sostiene.
Lo que hace que Jesucristo sea único es que contempla, en primer lugar, y como elemento ineludible, el fracaso humano, algo que ningún movimiento cultural, social, político y económico nunca aceptará porque sus miras son solo humanas. Por eso Jesús, el fracasado entre los humanos, nos muestra el triunfo de Dios, que celebramos cada domingo en la eucaristía, rompiendo barreras entre culturas y etnias, condición social y sexo. Todos somos uno en Cristo Jesús.
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