1 Re 17, 17-24/Sl 29/Ga
1, 11-19/Lc 7, 11-17
¿Quién de
nosotros no ha jugado alguna vez en su vida al juego de las diferencias? Aquel
juego que pone dos dibujos uno al lado del otro para compararlos y encontrar las
diferencias.
Hoy la liturgia
nos propone un juego parecido al hacer que coincidan dos lecturas similares en
su contenido. De hecho, el evangelista Lucas es lo que hizo al explicarnos este
hecho de Jesús. Él sabía que se dirigía a gente que conocía la historia de
Elías que hoy hemos escuchado y que, mentalmente, iban a poder hacer lo que hoy
hacemos nosotros: colocar la plantilla
de su relato sobre Jesús sobre la plantilla
del relato de Elías, compararlos y sacar conclusiones.
Elías ha
encontrado refugio en casa de una viuda en Sarepta de Sidón, en tierra
extranjera, es alguien que no pertenece al pueblo de Israel. Ella tiene solamente
un hijo y experimenta el dolor al ver que la enfermedad repentina de su hijo lo
lleva a la muerte. Desesperada acude al profeta increpándole, porque piensa que
son sus pecados los que han sido puestos en evidencia en la suerte de su hijo y
que el castigo que ella merecería Dios lo ha cobrado en la persona de quien más
ama. Elías, tomando al joven, se dirige a Dios pensando lo mismo: Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que
me hospeda la vas a castigar, haciendo morir a su hijo? Hemos escuchado el
final de la historia, es una historia del triunfo de la vida sobre la muerte:
Dios escucha a Elías, Dios no es un dios de castigos ni maldiciones, actúa
incluso salvando a aquellos que no son judíos, de hecho devolviendo al joven a
la vida Dios está diciendo, a través de su profeta, que ama también a los
paganos, a los cananeos, que nada tienen que ver con el pueblo elegido, con los
judíos. El relato acaba con una especie de confesión de fe: Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y
que la palabra del Señor en tu boca es verdad.
Jesús va camino
de Naín, ciudad casi fronteriza entre Galilea y Judea. Entra en la ciudad y ve
el cortejo fúnebre. Nuevamente, la protagonista es una viuda y el muerto un
joven, su único hijo. Otra escena de dolor y desesperación que recuerda la de
Elías. Aquí, en cambio, nadie increpa a Jesús, nadie increpa a Dios en el
relato. Da cierta sensación de fatalismo: la crudeza de la vida y de la muerte
contrastadas. Parece que no hay esperanza, que así es como son las cosas. Pero
Jesús siente lástima de la pobre viuda y eso lo cambiará todo. Sin que nadie le
diga nada, actúa. No llores: son las
primeras palabras de Jesús, siempre palabras de consuelo, palabras de
esperanza. Las siguientes: ¡Muchacho, a
ti te lo digo, levántate! Y sucede el milagro. El hijo es devuelto vivo a
su madre. Y la reacción no se hace esperar. Surgen palabras que indican un
cambio de perspectiva, un destello de esperanza, en la gente que ha visto el
milagro: Un gran Profeta ha surgido entre
nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
¿Qué quiere
decirnos Lucas? Elías era un gran profeta. Alguien capaz de orar a Dios y ser
escuchado. Él se queja a Dios por la muerte del hijo de la viuda y Dios lo
resucita y lo sana. Jesús, en cambio, interviene directamente. En Jesús se
demuestra que Dios se preocupa por nosotros, nadie le ruega, nadie le pide, Él
ve el dolor y se compadece. Y Jesús habla y su Palabra sale de sus labios y
actúa: crea, renueva, sana, nos transfigura. Lucas quiere que nos fijemos en
las diferencias, quiere que notemos la singularidad de Jesús. Hace resonar en
nosotros las conclusiones a que llega el gentío que rodea la escena de Jesús: Dios ha visitado a su pueblo. Ciertamente,
hoy también nosotros, junto con ellos, podemos decir: Dios nos ha visitado. También hoy podemos escuchar la voz de Jesús
que nos dice: ¡Muchacho, muchacha, joven,
anciano, A TI TE DIGO, LEVÁNTATE! Lucas, el evangelista, quiere que
nosotros también nos preguntemos: ¿quién
es para mí Jesús?
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada